El emperador Federico II había intervenido en la Quinta Cruzada, enviando tropas alemanas, pero sin llegar a liderarlas personalmente, pues necesitaba consolidar su posición en Alemania e Italia antes de embarcarse en una aventura como la Cruzada. No obstante, prometió tomar la cruz después de su coronación como emperador en 1220 por el Papa Honorio III.
Tras varios intentos de negociación con el Papa, Federico decidió embarcarse nuevamente hacia Siria en 1228 a pesar de la excomunión, llegando a Acre en septiembre. Una vez allí pronto se vio atrapado por la complicada política del Oriente Próximo. Por un lado entre los propios cristianos muchos veían en esta nueva Cruzada un intento de extender el poder imperial. Se produjo por tanto en Tierra Santa una continuación de la lucha mantenida en Europa entre los defensores del Papado, y los del Imperio (gibelinos). Del otro lado, los musulmanes tenían sus propias luchas internas, por lo que el Sultán al-Kamil firmó un tratado con Federico para unirse contra su enemigo al-Naser. A cambio, el emperador podría obtener varios territorios, entre ellos Jerusalén exceptuando la Cúpula de la roca, sagrada para el Islam, y una tregua de 10 años. A pesar de la oposición del papa 8 a este acuerdo, Federico se coronó Rey de Jerusalén, si bien legalmente actuaba como regente de su hijo Conrado IV de Alemania, nieto de Juan de Brienne.
La partida de Jerusalén de Federico, acosado por graves problemas en Europa y la expiración de la tregua en 1239 supondría el final de la breve recuperación de Jerusalén por parte de los cruzados. La Ciudad Santa, reconquistada por los musulmanes en 1244 no volvería a estar en manos de cristianos. No obstante, Federico había sentado un precedente: la Cruzada podía tener éxito aun sin apoyo papal. A partir de ese momento los reyes europeos podían, por iniciativa propia, tomar la Cruz, como hicieron Luis IX de Francia (Séptima Cruzada y Octava Cruzadas) y Eduardo I de Inglaterra (Novena cruzada).
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